Mundo: Julio Aro: El ex combatiente que le devolvió el nombre a 115 héroes
10/11/2020
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A los 19 años, Aro fue uno de los tantos conscriptos enviados a la guerra. En 2008, volvió a las islas y al ver en el cementerio de Darwin las 122 tumbas anónimas se propuso ponerles nombres. Junto al ex coronel inglés Geoffrey Cardozo, inició una quijotesca cruzada que de a poco fue apoyada por periodistas, Roger Waters, el papa Francisco, la Cruz Roja, el Equipo Argentino de Antropología Forense, la ONU y los gobiernos argentino y británico. Diez años después sólo quedan 7 tumbas sin nombres, el resultado de una labor que nuevamente postula a Aro y a Cardozo al premio Nobel.
Pasaron 38 años desde el día en que ese soldado, alto y flaco, con indisimulable cara de chico de 19 años, bajaba del Hércules -¡era la primera vez que se había subido a un avión!- para pisar ese suelo argentino de las islas Malvinas.
Era el lunes 12 de abril de 1982 cuando Julio Aro, un adolescente nacido en Mercedes, provincia de Buenos Aires, llegaba a Puerto Argentino con el resto de su regimiento.
En diciembre de 1981había recibido la baja después de siete meses de servicio militar –lo cumplió un año más tarde porque había pedido prórroga para terminar de cursar la secundaria en la ENET Nº 1 de su ciudad- y para ayudar a las finanzas familiares, también trabajaba en un bar, a la vuelta de la casa paterna. Allí, con la bandeja en la mano, se enteró de la citación que había recibido su mamá para que al día siguiente, el 7 de abril de 1982, se presentara en el regimiento.
“A las 5.30 me fui caminando de casa al cuartel, al que pensaba nunca más volvería”, recuerda hoy Aro. “En la misma compañía en la que había hecho el servicio, entregué mi DNI, me dieron el bolso con el equipo, la ropa de fajina y el uniforme. Todos los chicos pensábamos que, de todos modos, no nos moveríamos de Mercedes”.
Pero no fue así. Antes del amanecer, en una larga fila de Unimogs, la tropa puso rumbo a Campo de Mayo donde los esperaban un descanso de diez minutos, un jarro de mate cocido, y a subirse a la panza del Hércules. Viajaron más de tres horas sentados sobre sus bolsos, en ese vuelo inaugural para todos los soldados, en una nave sin ventanillas. Aterrizaron en una base militar en la Patagonia, vieron el cielo nublado, estiraron las piernas, tomaron otro mate cocido, comieron un pedazo de pan, y de nuevo a otro avión que, una hora después se posaba en el pequeño aeropuerto cercano al recuperado Puerto Argentino, en la isla Soledad.
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